En el vasto escenario del fútbol moderno, la globalización se erige como una fuerza aparentemente benévola, una corriente que al extenderse a todos los rincones del planeta promete una conexión universal a través del deporte, ya de por sí, más universal de todos. Sin embargo, al descifrar los hilos invisibles que tejen esta red global, se revela un panorama menos idílico: uno de uniformidad, de pérdida de identidad, y de una estandarización que amenaza con arruinar la enorme diversidad cultural propia y consustancial del fútbol.
Desde hace un tiempo en muchos lugares del mundo la gestación de las características únicas del futbolista ha dejado de producirse en espacios informales, donde los sueños nacían y crecían. A partir de los inicios más prematuros e inocentes de la persona (condición previa — a— y nativa, normalmente olvidada por la incesante elitización de esta) se produce el salto cuántico hacia centros de entrenamiento diseñados para pulir talentos, y una vez refinados son absorbidos por el mercado global que les concibe, en definitiva, como una colección de atributos para encajar en roles específicos (por ende, reducidos e uniformes), y de no cumplir con estos requisitos que forman la realidad actual del jugador ya no se es válido.
También no puede no ser mencionada la redirección de los procesos cerebrales del futbolista, manifestados en el campo y marcados, según el jugador en mayor o menor cantidad, aunque en cualquier caso de forma total, por la intuición. El siguiente archivo adjunto muestra una reflexión de Alejandro Arroyo (X: @Arroyer) a raíz de un gol del Manchester City en la pasada UEFA Champions League, que ejemplifica muy bien cómo los mecanismos del ser humano en una situación determinada se responden con una clara guía mental: ya forma parte de la intuición, mas no es simplemente una reacción instintiva, sino el resultado de una extensa práctica y experiencia que ha convertido las complejas secuencias del pensamiento en un mapa cognitivo de funcionamiento aceitado.
Empero, los únicos culpables aquí no son los formadores de máquinas; sino también los formadores de imaginarios. “Si el fútbol tuviera lógica, hablaría el 1% de los que hablamos de fútbol”, dijo el futbolista y sabio Pablo Aimar. Tanto los entrenadores, como los analistas (más o menos aficionados) y aficionados (más o menos analistas, servidor incluido) detectan, trabajan y “pregonan un fenómeno que, al fin y al cabo, han de llevar a cabo personas”, volviendo a la cuestión anterior y madre de todo.
Ante este panorama lleno de sobreanálisis y ‘overthinkers’, aplicable también a nuestra vida diaria, Carlo Ancelotti desarrolló tras un enfrentamiento liguero ante el Alavés la mejor reflexión posible cuando fue preguntado por el futbolista turco Arda Güler: “El balón está enamorado de él”. Fin de la intervención. Seis palabras. Seis caracteres que acogen una dimensión entera, única y, solo a partir de esta idea, definitoria de un futbolista. Y Güler, en pocas palabras, es un auténtico talentazo, pero se desmarca del resto por ser un talento de autenticidad infinita en un fútbol cada vez más automatizado.
Arda Güler (Altındağ, Ankara) afronta con 19 años su cuarta temporada como profesional. Debutó en 2021 con el primer equipo del Fenerbahçe a los 16, el curso siguiente recibió el número ‘10’ de su ídolo Alex de Souza, debutó con su selección y, tras 51 partidos con la camiseta de los canarios amarillos, en julio de 2023 fue traspasado al Real Madrid por 20 millones de euros más variables. Algo bueno debía tener el chico.
El inicio de su etapa en la entidad merengue estuvo marcado por múltiples lesiones y un sinfín de periodistas desacreditando su compra conforme pasaba el tiempo. Imagínense crear un juicio generalizado sobre un jugador sin corroborar lo que hace jugando. No es ni el primer caso ni el último, ni el más extremo ni el más leve; pero apenas la gente comenzó a ser testigo regular de su fútbol, hasta al más escéptico se le hacía imposible despegar la mirada de la pantalla. Básicamente porque es alguien que, dejando a un lado sus enormes características, y su aún mayor impacto en el juego, posee un magnetismo intrínseco en cada una de sus recepciones. En el momento exacto que le llega el balón, independientemente de lo que haga después, genera en el espectador una dopamina irradiante y duradera en la psique de este, que solo visualiza el instante en que lo vuelva a recibir.
Lo mostrado en su primera temporada como blanco no ha sido ni siquiera el preludio de su obra: era tan solo un boceto, y en la reciente edición de la Eurocopa ha saltado directamente al primer acto. Y qué primer acto. En la era de la romantización de los eventos, por más que la monotonía de los equipos del torneo lo hiciera imposible, Arda Güler fue un retazo de esencia atemporal, enmarañando cualquier percepción del presente que vive el fútbol durante los minutos que él estaba sobre el césped.
De medio derecho, ‘falso 9′ o donde se le quisiera encasillar en el “esquema” de Turquía; cuya única utilidad, dadas las tendencias funcionales del equipo, era para que el aficionado no se perdiera. Arda Güler es el que hacía jugar a sus compañeros, y como tal se dedicaba “a correr el campo hacia atrás”, que diría Aimar. Su posición en el campo era una mera circunstancia (defensiva), y el sistema en todo momento era Güler trotando por el verde. Allí donde iba el balón, iba él, dispuesto a organizar y tabelar con sus compañeros para progresar: desde el círculo central, los costados, la zaga defensiva o el área propia. Y todo esto a partir de la estética más pura, operando siempre como método y nunca como accesorio.
“Tenía 18 años cuando llegué (al Real Madrid), con atletas increíbles. Por eso tuve problemas de adaptación. Después de eso empecé a trabajar más duro. Aquí tienes que ser más intenso, tener más resistencia, pero yo creo que puedo pensar más rápido que los demás antes de entrar en contacto con el balón, por lo que a veces me pienso si pelear un balón dividido o ir a la presión alta. Puedo pensar más rápido y mejorar al equipo con pases sencillos”, declaró Güler a Kafa Sports. Esta declaración del protagonista desmonta de una tacada dos narrativas que forman parte troncal de los debates futbolísticos contemporáneos.
En primer lugar: ¿Qué es realmente el físico? ¿Hay cuerpos más y menos físicos? ¿A qué va ligada la intensidad? ¿Es de un mayor dominio físico hacer 15 ‘tackles’ y correr 10 kilómetros por partido, o llevar al rival de un lado al otro en cualquier situación del juego a través de los recursos corporales, técnicos y asociativos?
“Las personas idealizan constancia, regularidad, participación defensiva, resultado a toda costa y olvidan que la superioridad legítima, verdadera y masiva está en todo aquello que lleve consigo los valores de la magia, lo artesanal, lo estimulante, lo espléndido y lo maravilloso”. — Bruno Bardoneschi (X: @algodistinto_3).
Y después el contrapunto que le da al argumento (vox populi) del físico es simplemente fascinante. Por más que empleara el término pensar, él, burlón como su juego, sabe perfectamente que el pensar más rápido se halla precisamente en no pensar. Es imposible crear una definición teórica de ello, pero que aquello en lo que más coincidan la mayoría de genios que han cultivado y siguen cultivando de riqueza el fútbol sea en el hecho de escapar durante 90 minutos del pensamiento rígido y sumergirse en el flujo del juego, abrazando todas las acciones y reacciones, propias, entre compañeros y de rivales, ciertamente lo corrobora. El turco nos deja claro que lo único en lo que piensa en un partido es en si presionar o no, pero con el balón en los pies la cabeza es un lienzo en blanco. Y así debería ser visto el futbolista, como un lienzo en blanco que rompe constantemente con las ideas categóricas que se tienen de este; como una figura contemplativa y no completiva, que existe y luego, si acaso, piensa. Cuando Arda Güler desafió a Descartes.
Artículo de 10👏🏻👏🏻